Cultura

Con tener talento no te alcanza: El imperio de los sentidos contraataca

Capítulo 57 de la columna de Marcelo di Marco.

Por Marcelo di Marco (*)

—Antes de traer acá de nuevo el fragmento de Gandy Cruz en su versión original —dijo Tío Marce—, aclaremos aquello de Akutagawa. ¿Te acordás? Te estaba explicando que los aparentemente innecesarios adjetivos DERECHA e IZQUIERDA a veces le vienen muy bien al sustantivo MANO.

—Si no me equivoco, máster, usted a raíz de eso estaba por contarme algo de un cuento de aquel autor con apellido de concurso.

—¿Apellido de concurso? ¿De qué estás hablando Pukkas?

—Yo soy de buscar concursos literarios en la red, máster, a ver si tengo suerte. Y resulta que en Japón hay uno que se llama como ese autor que usted viene nombrando: Premio Akutagawa. Parece que es muy importante, porque se hace dos veces por año en su país.

—Ah, mirá, no sabía. Qué excelente homenaje a un autor que realmente se lo merece. Pero es cierto: antes de derivarnos hacia las imposturas seudoartísticas y seudointelectuales y la obligación ética de no quedarnos callados cuando nos ponen delante una banana pegada a la pared, yo te traía de ejemplo un cuento de ese autorazo que fue Ryunosuke Akutagawa. La historia en cuestión se titula “Sennin”.

—Qué quiere decir esa palabra, sennin. ¿Es el nombre de algún personaje?

—Nada que ver, Pukkitas. En la versión de este cuento que Bioy, Borges y Ocampo incluyen en su ya legendaria antología del fantástico, aparece una muy pertinente nota al pie. Ignoro si figura en el original de Akutagawa, pero sin ella no se puede comprender del todo el argumento del relato. Un sennin “es un ermitaño sagrado que vive en el corazón de una montaña, y que tiene poderes mágicos como el de volar cuando quiere y disfrutar de una extrema longevidad”. Estamos ante una historia deliciosa que muestra la fe en acción, el triunfo de la voluntad que les pasa con un carro por encima a las miserias cotidianas.

»En los comienzos del relato, un matrimonio ventajero contrata a un sirviente para que durante veinte años les trabaje gratis.

—¿Y por qué el tipo se deja explotar así, Tío?

—Porque ha sido engañado. Le dijeron que al cabo de esos veinte años de romperse el lomo le revelarían el secreto para convertirse en un sennin. Pero no me interrumpas.

»Pasan los veinte años, y el pobre Gonzuké, que así se llama el sirviente, se presenta ante sus patrones para reclamarles el secreto de cómo ser un sennin.

—Apuesto a que no tienen la menor idea de qué decirle, máster. ¿Acerté?

—¡Acertaste, pedazo de chundachunda, pero no me interrumpas más!

»La malvada patrona le sale a Gonzuké con una tarea imposible, mintiéndole que, si no la cumple, no podrá ser un sennin. Incluso lo amenaza con que si no lo intenta tendrá que trabajarles gratis a ella y al marido durante otros veinte años. Lo primero que le ordena es que se trepe a un enorme pino. Pero mejor te cito ese momento, que es cuando arranca el clímax del relato. Como solemos, traigámoslo de aquella magnífica biblioteca virtual que es Ciudad Seva:

Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al árbol, sin vacilación.

—Más alto —le gritaba ella—, más alto, hasta la cima.

De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto.

—Ahora suelte la mano derecha.

Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó libre la derecha.

—Suelte también la mano izquierda.

—Ven, ven, mi buena mujer —dijo al fin su marido atisbando las alturas—. Tú sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.

—En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila. ¡Eh! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?

En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda.

—¿Y entonces qué pasó, Tío? ¿Gonsuké cayó al vacío y se partió la nuca contra el suelo? A usted le gustan las historias que terminan para el carajo.

—Pero esta no es ninguna de ellas, Pukkas, olvidate. Para saber cómo resuelve Akutagawa el desenlace, que es una maravilla, no protestes y después andá directamente a leerlo en el sitio. Por ahora, creo que ya entendiste que, en determinados contextos, son útiles las palabras que a priori habíamos considerado inútiles.

—Otro de sus viejos trucos, Tío, el de mandarme a leer el texto completo. Pero no protesto para nada, porque me caigo de ganas de ver de una vez por todas cómo trabajaron en el taller el fragmento de Gandy mediante el Tetra.

—Perfecto, lo bien que hacés. Empecemos por actualizarles el fragmento a nuestros lectores, con el Tetra aplicado para evitar la “ceguera por falta de atención”. Puede que más de uno de ellos haya aceptado nuestro desafío de trabajar el texto por su cuenta. Esta es la versión original, aquella que a vos te daban ganas de no tocarla:

Eva contempló el rojo profundo y brillante del fruto: su superficie atrapaba la luz de la tarde. Extendió la MANO y la tocó, SINTIÓ lo jugoso y suave que ERA. Sin ningún esfuerzo el fruto se desprendió de la rama: ERA ligero y emanaba un olor dulce y fresco.

—Si quieres morder, muerde —dijo la Serpiente—. Ese deseo también es parte de lo que Dios te ha dado. Un deseo que viene de la voluntad de Dios.

—Y esta es la versión terminada, la que trabajamos con Gandy y sus compañeros de taller. Invito a nuestros lectores a que comparen una con otra, a ver si descubren las sutiles diferencias:

Eva contempló el rojo profundo y brillante del fruto: su superficie atrapaba la luz de la tarde. Al tacto, esa luz se volvía una sensación placentera, única. Jamás sus dedos habían palpado algo que la hiciera experimentar un gozo semejante. Sin ningún esfuerzo, el fruto se desprendió de la rama: ligero, jugoso en su luminosa suavidad, emanaba un aroma dulce y fresco.

—Si quieres morder, muerde —dijo la Serpiente—. Ese deseo también es parte de lo que Dios te ha dado. Un deseo que viene de la voluntad de Dios.

—Es impresionante, máster, realmente. ¿Cuándo podré escribir así?

—Cuando domines el arte de… Bah, mejor decilo vos. ¿El arte de…? Arriesgá.

—¿El arte de qué?

—Prefiero que lo deduzcas vos solo, Pukkas, a ver cómo completás mi frase. Recordá cuando ya teníamos escritas una veintena de notas, el temazo que apareció en esa zona del libro y que desarrollamos in extenso vos y yo. Ese truco terriblemente efectivo que les sirve tanto a narradores como a poetas, ensayistas y dramaturgos para crear una “realidad” que los lectores podrán vivir como una experiencia de vida cierta.

—¡Ah, claro, “el arte de lograr que el lector viva nuestra literatura como si fuera un personaje más”! ¡Los sentidos!

—En resumidas cuentas, Pukkas, fijate la cantidad de sentidos que están puestos en juego en el texto trabajado. Ni hace falta señalar cuáles son, por evidentes. Ya aparecían en la primera versión de Gandy, que estaba muy buena, pero en nuestra edición les hemos dado más relieve. Me animaría a desafiar a cualquier lector a que me diga que él no sintió cómo las fosas nasales de su alma, por así llamarlas, eran invadidas por aquel “aroma dulce y fresco”. Y lo mismo le sucedió con el sentido del tacto, pongamos por caso.

—Es verdad, es lo que me pasó a mí.

—Y todo por dedicarnos a poner nuestra atención en exprimir las palabras naranjas que habíamos encontrado gracias al Tetra. ¿Tenés alguna duda, alguna pregunta?

Tengo sí una pregunta, máster, ahora que las trajo a colación: ¿por qué algunas palabras son naranjas y por qué otras no? Mejor dicho: ¿cómo hago en la práctica para descubrir cuáles son las palabras aprovechables, es decir, las que realmente me conviene exprimir?

—Buena pregunta, Pukkitas, buena pregunta.


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